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Lunes 19 de mayol de 2003

Opinión
Ciencia y tecnología en los paises del "Sur"

  A pesar de la grave situación socioeconómica, sigue trabajando en la Argentina una sustancial cantidad de investigadores de todas las especialidades científicas que producen resultados de calidad internacional. Sin embargo, el grado de aprovechamiento de la capacidad científica local por el sector industrial nacional es muy baja. En este artículo se analizan tanto la compleja serie de factores que explican esta situación como los mecanismos que permitirían superarla.

Por Tomás Buch (*)

  Los diagnósticos sobre la situación del aparato productivo argentino son muy poco halagüeños para nuestro futuro. Presentan la imagen de un país empobrecido, con un nivel de industrialización inferior al que tenía hace treinta años y con graves problemas derivados de una importante deuda externa. Señalan además la existencia de una profunda depresión del mercado interno e indican que el aumento de las exportaciones se ha hecho en gran parte en rubros formados por productos que en su mayoría son 'commodities' de relativamente bajo valor agregado. Entre ellos se cuentan gas natural, petróleo, granos oleaginosos y algunos productos agroindustriales de elaboración relativamente simple, como aceites y productos de la industria láctea. Los precios internacionales de tales commodities sufren frecuentes oscilaciones, lo que dificulta las predicciones de crecimiento. A la fuerte disminución de la capacidad industrial debe agregársele las consecuencias de la relación estrecha y no exenta de dificultades con la economía brasileña. La combinación de los factores mencionados redunda en una grave situación social cuyos aspectos salientes son el muy alto nivel de desempleo y el alarmante deterioro en la provisión de los servicios sociales básicos por parte del Estado.

  A pesar de esta situación desoladora, la Argentina aún posee un importante sector académico constituido por investigadores bien formados que, aunque desanimados, desamparados y envejecidos por falta de una suficiente renovación generacional, aún son muy productivos en relación con las difíciles circunstancias en que les toca vivir y trabajar. Según sus especialidades, muchos de estos investigadores podrían, en principio, hacer un aporte al desarrollo de tecnologías vinculadas con sus áreas de trabajo, pero en los hechos se observa que están casi completamente desvinculados de la estructura productiva del país. Ello se relaciona con su historia: en sus orígenes, el desarrollo de la tradición científica local no fue impulsado por el desarrollo económico sino por el progresismo intelectual de algunos próceres del siglo XIX, que tenían la voluntad de transformar la Argentina según la imagen de los países más desarrollados. Los científicos, en su casi totalidad, anidaron en algunas de las universidades nacionales. En las últimas décadas, el sector creció financiado por diversos organismos del Estado tales como el CONICET.

  La historia de la investigación científica en nuestro país es la de las luchas, que ya llevan un siglo, por imponer la vigencia de criterios científicos modernos en la universidad. Ciertos grupos de investigadores locales alcanzaron niveles de excelencia reconocidos internacionalmente como lo demuestran los premios Nobel otorgados, en 1947, a Bernardo A Houssay (Medicina), y en 1970 a Luis F Leloir (Química). En su mayoría, los científicos argentinos se han sentido integrantes de la ciencia mundial y han considerado que la producción de resultados científicos de validez universal era una necesaria contribución del país al progreso de la ciencia como valor universal, lo que constituía una suficiente justificación del gasto social involucrado. Sin embargo, en determinados momentos de nuestra historia, buena parte de nuestros científicos también ha manifestado una inclinación por ponerse más directamente 'al servicio del país' de cuyos recursos se nutrían, a través de una mayor interacción con el sector productivo. Desde los años 1960 se viene produciendo sobre esto un debate que de alguna manera aún no ha terminado. Lo que nadie discute son los criterios de excelencia académica y la visión de que la presencia de numerosos investigadores en cada ámbito académico -tanto los 'básicos' como los 'aplicados'- es condición necesaria, aunque no suficiente, para que la educación superior tenga un nivel que garantice la calidad de sus egresados.

  En estos momentos, en los que la crisis del país es tan profunda y el Estado está tan carente de recursos que cada uno de sus gastos se está reexaminando mientras la situación presupuestaria y las obligaciones financieras exigen más y más 'ajustes', el sistema científico se siente acorralado como nunca antes y no puede ser ajeno a las graves tensiones del sector público. Se ve así obligado a reexaminar su función en un país empobrecido, respondiendo a preguntas tales como: ¿Debe relacionarse más estrechamente al aparato productivo y trabajar para mejorar el balance de nuestras cuentas? ¿Cuál es su papel en la formación de recursos humanos? ¿Es un lujo que ya no nos podemos permitir o es una necesidad básica de la cual no nos podemos privar?

  A pesar de que desde el sector oficial se asegura que los organismos públicos de investigación científica y tecnológica no desaparecerán, los hechos hacen evidente que el estímulo a la ciencia y al desarrollo tecnológico está lejos de ser una prioridad nacional. Sin embargo, en forma paralela, con frecuencia las autoridades demandan al sector científico resultados aplicables directamente a la producción. Esta demanda está mal orientada, ya que omite considerar que el sector científico es solo una de las componentes del complejo de factores que entran en juego en la adopción de una tecnología productiva. La otra parte del difícil trato, la industria local, está demasiado acosada por los problemas de su supervivencia diaria, lo que le impide más que nunca ser un demandante dinámico de nuevos resultados científicos. No debe sorprender por lo tanto que sean excepcionales los casos de interacción exitosa entre la 'academia' y la producción.

  La producción industrial argentina se inició a fines del siglo XIX, aceleró su crecimiento a partir de la década de 1930 y se expandió por la fuerte protección que recibió durante la primera fase del peronismo. El sustrato tecnológico de esta industria fue enteramente empírico, y contó con muy poco aporte científico. Su crecimiento cuantitativo, que se centró en las industrias de sustitución de importaciones, al abrigo de un discurso nacionalista y de la búsqueda de la 'independencia económica', coincidió con un retroceso intelectual de las universidades causado por la injerencia de la política partidista en estas (aunque se destaca que la CNEA fue creada en esa época, y, como clave de su éxito, en ella no existió esa injerencia).

  La investigación científica surgió lentamente, sin relación con el crecimiento industrial, como resultado a largo plazo de las ideas de visionarios como Belgrano y Sarmiento, quienes en las etapas iniciales y formativas del país fueron los promotores de la ciencia argentina y, con mucho voluntarismo de su parte, visionarios de la modernización tecnológica del país.

  En la segunda mitad de los años ´50, mediante el empuje político de verdaderos próceres científicos como Bernardo Houssay y como reflejo del auge de la 'gran ciencia' en los países centrales, algunas autoridades políticas y universitarias reconocieron, más explícitamente que antes, la importancia de realizar tareas de investigación científica y, en alguna medida, intensificaron sus esfuerzos para apoyarla. De esa época datan los principales organismos no universitarios de CyT, como el CONICET, el INTI y el INTA. Mucho más recientemente se les agregó la CONAE (Comisión Nacional de Actividades Espaciales), y se creó el Fontar, para promover más eficazmente la interacción entre las instituciones de CyT y los proyectos de desarrollo tecnológico. Sin embargo, a pesar de sus buenas intenciones, y salvo excepciones (sobre todo el INTA y el INTI que cumplieron importantes funciones de extensión y aun de desarrollo con eficacia), estos organismos no lograron insertar a la ciencia con fuerza en el aparato productivo nacional, y tampoco lograron constituir un verdadero sistema integrado que superase las barreras burocráticas entre sus superestructuras.

  Este punto merece ser destacado, debido a los frecuentes reclamos -plasmados en la Ley de CyT recientemente sancionada- de que se establezca una política coherente y un 'plan plurianual' para las actividades CyT del país. Habrá que estar atentos a la manera en que este plan sea formulado, dado que debería ser mucho más que un mero listado de temas sobre los que se está trabajando y más que expresiones de deseo basadas en prioridades regionales definidas sin demasiado rigor. A pesar de la dificultad de fijar plazos a las tareas de investigación básica, como parte del sistema de evaluación ese plan debería establecer también metas temporales precisas y criterios de cumplimiento de las mismas, además de dar a los investigadores la seguridad de disponer de los recursos humanos y financieros para asegurar tal cumplimiento.

  Debe notarse que en los organismos oficiales, entre ellos la Secretaría de Estado del rubro, la C de la ciencia está asociada con la T de la tecnología. Esta confusión existente entre la naturaleza de la investigación científica, tanto básica como aplicada, con la naturaleza totalmente distinta del trabajo de innovación o de desarrollo tecnológico debe contarse entre las dificultades que afronta el grupo de instituciones que constituyen el 'sistema' argentino de I&D. Esta confusión, que pocas veces se hace explícita pero que tiene graves consecuencias institucionales, en parte proviene de un problema semántico y epistemológico, además de una concepción ingenua acerca de la relación entre sus dos componentes.

  Frente a la coexistencia de un número importante de grupos de investigación de buen nivel y un aparato productivo que casi no emplea sus resultados, es inevitable preguntarse cuáles son los estilos de apropiación tecnológica reales que predominan en los sectores productivos del país. Esto permite poner en evidencia ciertos arraigados errores que se observan en la conceptualización del papel de la ciencia en ese proceso. El análisis de este asunto requiere comparar el proceso de apropiación de tecnología por parte de la industria local con los modelos teóricos usados para interpretarla, y con lo ocurrido en los países centrales, en los cuales el proceso de industrialización alcanzó su madurez antes de que, en las postrimerías del siglo XIX, la Argentina se insertase plenamente en el mapa económico del mundo capitalista como proveedor de carnes y granos.

  Como ya se ha mencionado, hasta 1930, la industria argentina fue creciendo en forma sostenida a pesar de las políticas librecambistas impuestas desde siempre. Este proceso se aceleró cada vez que las guerras mundiales dificultaron las importaciones, y cuando las circunstancias de la crisis mundial primero y la segunda guerra mundial después hicieron cambiar la política económica hacia un proteccionismo poco exigente que produjo un desarrollo industrial de características peculiares. En general la industria empleó técnicas y maquinarias importadas, aplicando métodos de innovación basados, sobre todo, en poner la 'viveza criolla' a buen uso, reciclando tecnologías y maquinarias para adaptarlas a las condiciones locales y, en particular, a las propias de un mercado interno de tamaño insuficiente. Así creció una industria de 'sustitución de importaciones' ineficiente según las pautas internacionales y sobreprotegida durante muchos años. El número de invenciones o innovaciones originales aplicadas en la industria fue muy escaso. No se le exigía calidad, competitividad, ni economías de escala, ni se la motivó para exportar ni superar las generosas barreras de protección que el Estado le brindaba. Esta industria se encontró indefensa cuando la implantación de las políticas liberales desde mediados de los 70 abrió el país de un día para el otro al libre ingreso de productos importados. El resultado fue la fuerte desindustrialización que culminó durante la década del ´90 con las privatizaciones de las empresas del sector público y con las ventas de muchas de las empresas privadas tradicionales argentinas a capitales internacionales.

(*) La versión original de esta nota fue publicada en Ciencia Hoy

 

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