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Jueves 22 de agosto de 2002

Desconfiemos de la biotecnología

Modificar nuestros propios genes afecta a quienes somos. La naturaleza merece un enfoque basado en el respeto y la administración y no en el dominio y la superioridad.

Por Francis Fukuyama (*)

  La gente que no estuvo prestando demasiada atención al debate sobre biotecnología humana podrá pensar que el principal tema es el aborto, ya que los opositores más firmes de la clonación hasta la fecha fueron defensores del derecho a la vida, que se oponen a la destrucción de embriones. Pero existen importantes motivos por los que la clonación y las tecnologías genéticas que la seguirán debieran ser de interés de todas las personas, religiosas o no. Pero, sobre todo, de aquellos que se ocupan de proteger al medio ambiente natural, ya que el intento para dominar la naturaleza humana a través de la biotecnología será aún más peligroso y trascendente que los esfuerzos de las sociedades industriales para controlar a la naturaleza no humana a través de generaciones de tecnología anteriores.

  Si algo nos enseñó el movimiento ecologista es que la naturaleza es un conjunto complejo. Las distintas partes de un ecosistema son interdependientes y los esfuerzos humanos para manipular algunas de sus partes generarán consecuencias no deseadas.

  Mirar alguna de las películas hechas en los años 30 sobre la construcción de la represa de Hoover o la planta de energía del Tennessee Valley Authority es hoy una extraña experiencia. Estos filmes son cándidos y vagamente stalinistas a la vez. Celebran la conquista humana de la naturaleza y se jactan del reemplazo de los espacios naturales con acero, cemento y electricidad. Esta victoria sobre la naturaleza tuvo corta vida. En la última generación, ningún país desarrollado llevó adelante proyectos hidroeléctricos importantes, precisamente porque hoy comprendemos las devastadoras consecuencias ecológicas y sociales que generan estos proyectos.

  Si el problema de las consecuencias inesperadas es grave en el caso de los ecosistemas no humanos, será mucho peor en el campo de la genética humana. El genoma humano fue comparado, de hecho, con un ecosistema, por la compleja forma en que los genes interactúan. Hoy se calcula que hay nada más que alrededor de 30.000 genes en el genoma humano, un número mucho menor que los 100 mil que se creía que existían hasta hace poco. No mucho más de los 14.000 que hay en una mosca de la fruta o de los 19.000 que hay en un nemátodo (clase de gusano) y que indica que muchas conductas y capacidades humanas más elevadas son controladas por la compleja interacción de los genes.

  Los primeros blancos de la terapia con genes serán trastornos de un solo gen relativamente simples, como el Mal de Huntington o la enfermedad de Tay Sachs. Son muchos los genetistas que piensan que la causalidad genética de conductas y características de un orden superior como la personalidad, la inteligencia y hasta la altura es tan compleja que nunca podremos manipularla.

  Pero aquí es donde radica el peligro justamente: nos vamos a sentir tentados todo el tiempo a pensar que comprendemos esta causalidad mejor que lo que la entendemos en realidad y vamos a enfrentar sorpresas aún más desagradables que cuando tratamos de conquistar el medio ambiente. En este caso, la víctima de un experimento fallido no será un ecosistema sino una niña, cuyos padres, con el deseo de dotarla de más inteligencia, la van a predisponer para que tenga mayor propensión al cáncer, una mayor debilidad en su edad madura o algún otro efecto secundario totalmente inesperado que surgiría después de los experimentos.

  Escuchar a la gente de la industria de la biotecnología hablar sobre las oportunidades que se abren con la culminación de la secuencia del genoma humano es misteriosamente similar a mirar esas películas de propaganda sobre la represa Hoover. Existe una engreída confianza de que la biotecnología y el ingenio científico van a corregir los defectos de la naturaleza humana, abolir las enfermedades y hasta permitir tal vez que los seres humanos alcancen algún día la inmortalidad.

  Creo que los seres humanos son, en un grado aún mayor que los ecosistemas, conjuntos naturales complejos y coherentes, cuya evolución ni siquiera estamos comenzando a entender. Más aún, tenemos derechos humanos a raíz de esa naturaleza específicamente humana. Tal como dijo Thomas Jefferson hacia el final de su vida, los norteamericanos gozan de iguales derechos políticos porque la naturaleza no dispuso que determinados seres humanos nacieran con monturas sobre sus espaldas, listos para ser montados por congéneres mejores que ellos. Una biotecnología que busque manipular a la naturaleza humana no sólo corre el riesgo de sufrir consecuencias imprevistas sino que puede minar también la propia base de los derechos democráticos igualitarios.

  ¿Cómo hacemos entonces para defender a la naturaleza humana? Las herramientas son básicamente las mismas que en el caso de la protección de la naturaleza. Tratamos de configurar normas a través de la discusión y el diálogo y usamos el poder del Estado para regular la forma en que el sector privado y la comunidad científica desarrollan la tecnología.

  Hoy, la biomedicina está fuertemente regulada, pero existen enormes brechas en la jurisdicción de esos organismos federales con autoridad sobre la biotecnología. La Administración de Drogas y Alimentos de Estados Unidos sólo puede regular alimentos, medicamentos y productos médicos sobre la base de la seguridad y eficacia. Tiene prohibido tomar decisiones basadas en consideraciones éticas, y cuenta con una débil o inexistente jurisdicción respecto de procedimientos médicos como la clonación, el diagnóstico genético de preimplantación y la ingeniería de líneas embrionarias.

  El Instituto Nacional de Salud redacta varias reglas que abarcan los experimentos humanos y otros aspectos de la investigación científica, pero su autoridad se extiende nada más que a la investigación financiada de forma federal y deja sin ninguna regulación a la industria privada de la biotecnología. Esta última, en las empresas de biotecnología norteamericanas nada más, gasta más de 10.000 millones de dólares por año en investigaciones y emplea a unas 150 mil personas.

  Otros países se esfuerzan mientras tanto en promulgar legislación que regule la biotecnología humana. Uno de los acuerdos legislativos más antiguos es el de Gran Bretaña, que creó la Agencia de Embriones y Fertilización Humana hace más de 10 años con el objetivo de regular los experimentos con embriones. Asimismo, son 24 los países que prohibieron la clonación con fines de reproducción, incluidos Alemania, Francia, India, Japón, Argentina, Brasil, Sudáfrica y el Reino Unido.

  Uno de los primeros intentos para supervisar una tecnología genética específica —los experimentos de ADN recombinante— fue la Conferencia Asilomar de 1975, en California, que llevó a la creación, bajo el Instituto Nacional de Salud, del Comité Asesor de ADN Recombinante. Se suponía que éste debía aprobar todos los experimentos de recombinante en los que se unían los genes de diferentes individuos y especies, inicialmente en el campo de la biotecnología agrícola y luego en áreas como la terapia con genes humanos.

  Una conferencia celebrada en 2000, por el 25° aniversario de Asilomar, condujo al consenso de que independientemente de las virtudes del Comité, duró más que su utilidad. Porque tiene facultades para imponer nada, no controla el sector privado y no cuenta con la capacidad institucional como para supervisar de forma efectiva lo que está ocurriendo en la industria norteamericana de la biotecnología, y mucho menos a nivel mundial. Se necesitan nuevas instituciones de regulación para lidiar con la próxima generación de biotecnologías nuevas.

  Todo aquel que desee fuertemente defender a la naturaleza de la manipulación tecnológica debería mostrar igual firmeza en la defensa también del hombre. En Europa, el movimiento ecologista se opone más a la biotecnología que su colega de Estados Unidos y logró frenar la proliferación de alimentos transgénicos.

  De todos modos, los organismos modificados genéticamente son a la larga una apertura en una revolución mayor y con menos consecuencias que las biotecnologías humanas que se vienen. Alguna gente cree que teniendo en cuenta la depredación de los humanos sobre la naturaleza, ésta merece una protección más atenta. Pero a la larga son parte del mismo conjunto. Modificar los genes de las plantas afecta a lo que comemos y cosechamos. Modificar nuestros propios genes afecta quienes somos. La naturaleza merece un enfoque basado en el respeto y la ad ministración y no en el dominio y la superioridad.

(*) Profesor de Política Económica Internacional.

Esta nota fue publicada en Clarín, el lunes 29 de julio de 2002.
Traducción de Silvia S. Simonetti.

 

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