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19 de abril de 2002

La responsabilidad de un científico
Por Jean-Marie Lehn, Premio Nóbel de Química 1987

Hace tres siglos, la Ilustración relacionó por primera vez la libertad humana con el progreso de la ciencia y la tecnología; hoy, ambas sufren ataques crecientes, pese a sus triunfos espectaculares.
Descubrimientos fundamentales acerca de la naturaleza expandieron nuestro poder creativo sobre la estructura y las transformaciones del mundo viviente e inanimado. Grandes avances en física y química posibilitaron el desarrollo extraordinario de la electrónica y de materiales que acortaron tiempos y distancias de manera impresionante, lo cual introdujo una era de la información caracterizada por la rapidez y seguridad de las comunicaciones y transportes.

Entretanto, los adelantos en las ciencias biológicas y las tecnologías aumentan nuestra capacidad de controlar las enfermedades y el envejecimiento, incrementar la producción de alimentos y dominar la contaminación.

En suma, la investigación científica y su aplicación mediante nuevas tecnologías hicieron posibles nuevas libertades, nuevos estilos de vida y nuevos medios de acción humana práctica. Sin embargo, con una frecuencia cada vez mayor oímos decir que nuestra capacidad y voluntad de manipular procesos naturales es de por sí antinatural. Esta acusación refleja nuestra relación ambivalente con la naturaleza.

Utilizando la expresión del escritor francés Jean Bruller-Vercors, somos "animales desnaturalizados": vivimos en la naturaleza pero, al mismo tiempo, podemos observarla, investigarla y cuestionarla desde cierta distancia, conscientes de nuestro estado de separación.

Esta ambivalencia genera una angustia difusa: hay ciertas cosas que no deberían tocarse, manipulamos misterios básicos de la naturaleza arriesgándonos a desencadenar fuerzas incontrolables. El nacimiento de la electricidad y la fuerza motriz suscitó ese recelo, que ha ido en aumento a medida que la ciencia fue penetrando en el mundo natural, revelando los secretos del átomo y de nuestra propia constitución genética. En verdad, el miedo a nuestro terrible poder explica la atracción del ambientalismo, con su visión de una naturaleza intrínsecamente "pura", cuya armonía habría roto el hombre.

Resultado de la evolución

Pero la naturaleza es absolutamente indiferente respecto del hombre, no posee ascendiente moral ni contiene código moral alguno. Simplemente existe.

Mi disciplina, la química, desempeña un papel primordial en nuestra capacidad de influir en los fenómenos naturales, modificarlos e inventarles nuevas manifestaciones. No obstante, una sustancia natural no tiene por qué ser menos tóxica que una sintética. De hecho, los componentes sintéticos pueden ser más seguros que los naturales. Por ejemplo, la ingeniería genética ha eliminado el prion causante del mal de Creutzfeld-Jakob de nuestra hormona natural del crecimiento, lo que posibilita las transfusiones de sangre sin riesgo de infección con HIV.

Seamos claros: la ciencia es el resultado de la evolución; ésta produjo una criatura, el hombre, que en forma progresiva adquirió la capacidad de asumir el control de sí misma y de su entorno. Inevitablemente, los humanos acabaremos por controlar nuestra propia evolución y, como nuestro poder emerge de la naturaleza, tarde o temprano utilizaremos esta capacidad adquirida, para bien o para mal. La modificación del hombre (y su entorno) por el hombre es inherente a él.

¿Y la "sacralidad" de la vida? Los humanos aceptamos el axioma de que la vida es sagrada para preservar aquello que, ante todo, posibilitó la formulación de ese axioma: la conciencia y el pensamiento. El valor fundamental de la sacralidad de la vida se basa únicamente en nuestra capacidad de trascender y cuestionar nuestra propia hechura, aunque este fundamento sea, por fuerza, un producto de la vida.

Nuestro destino es, pues, proseguir en la búsqueda del conocimiento. También es nuestro deber. No tenemos derecho a decidir que hemos alcanzado un nivel suficiente de progreso científico porque no podemos consultar a las generaciones futuras y, por suerte, nuestros antepasados no nos pudieron consultar a nosotros. Después de todo, la ciencia y la tecnología no son responsables de la negligencia y el despilfarro que los ambientalistas condenan, y con razón.

Por el contrario, el espíritu científico nos brinda la única esperanza de desarrollar nuevos procesos y productos que minimicen los riesgos concomitantes con el progreso humano, mientras que las transferencias de tecnologías prometen minimizar la dependencia de los países pobres de industrias basadas en la explotación intensiva de los recursos naturales.

Proporcionar un "atajo hacia el desarrollo" que conduzca directamente a los generadores de electricidad fotovoltaicos o nucleares y no a usinas alimentadas con carbón, a materiales de alto rendimiento y no a las acerías, a redes de teléfonos celulares y no a costosos cableados fijos, evidentemente nos beneficiaría a todos.

Vida es riesgo

El riesgo cero no existe. El riesgo aparece con la vida. El riesgo cero es un mundo muerto. Por tanto, el riesgo es inherente a toda decisión que tomemos. Intentar eliminarlo fijando límites a la investigación asfixiaría también nuestra libertad. Debemos distinguir entre lo peligroso y lo meramente desagradable.

Por desgracia, no siempre es posible evaluar los riesgos con exactitud, y la ciencia por sí sola no puede dar todas las respuestas. Las decisiones sobre las aplicaciones de descubrimientos científicos suelen basarse en criterios que nada tienen que ver con la ciencia. Una fábrica puede funcionar sin emitir gases desagradables, aunque no peligrosos, pero sólo si estamos dispuestos a pagar por ello.

Desde luego, en las opciones tecnológicas no juegan solamente criterios económicos. Instalar en un país en desarrollo una bomba de agua alimentada con energía solar puede destruir una estructura social tradicional fundada en el control de la provisión de agua. De modo similar, según estudios recientes, la cohabitación previa a la fertilización puede provocar en la mujer una reacción inmunológica que reduce notablemente los riesgos del embarazo (por ejemplo, la hipertensión y la eclampsia convulsiva).

Es obvio que tales descubrimientos, así como el desarrollo de métodos anticonceptivos seguros y eficaces, amenazan viejas prohibiciones religiosas. La responsabilidad primordial del científico es buscar nuevos conocimientos, y no ajustarse a cualquier visión estrecha de la sociedad.

La ética y las reglas de la justicia cambian y tienen que adaptarse. Así lo han hecho desde que los ideales de la Ilustración comenzaron a derribar las barreras de la superstición, el oscurantismo y la demagogia, que limitaban el campo de la libertad humana. No podemos volver a escribir la historia y debemos resistir el impulso irracional de frenarla, ya nazca del abismo de nuestra ignorancia o del espectro de nuestras crisis.

Para llegar a controlar nuestro destino, debemos recorrer el camino hacia el árbol del conocimiento.

© Project Syndicate (Traducción de Zoraida J. Valcárcel)

 

   
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