Facultad de Ciencias Exactas y Naturales-UBA
  AÑO 15 - NÚMERO 529
  VIERNES, 2 DE JUNIO DE 2005
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La serena lucidez que devuelve la distancia

"Imponer cierto control de calidad afronta resistencias cuando quienes saben que no satisfacen ese criterio de calidad conservan parte de su poder" afirma el hisoriador Tulio Halperin Donghi Considerado el más importante historiador argentino, autor de una obra compleja e insoslayable para todo el que quiera conocer el pasado, Tulio Halperin Donghi se ha vuelto con los años –acaso por la distancia crítica asumida– un agudo analista de la política y la cultura argentinas. Reflexiona aquí sobre los avances en historiografía, el setentismo de Kirchner, las contradicciones de la universidad y el neorrevisionismo, que revela –dice Halperin– una “demolición universal de la historia argentina”.

Por Mariana Canavese e Ivana Costa (*)


Tulio Halperin Donghi.

  Es uno de los más grandes historiadores argentinos pero, emigrado tras la Noche de los Bastones Largos, en 1966, escribió buena parte de su obra en el exterior. Cuenta que cada intento por volver confirmaba que ésa no era una solución:

  “En el 73 –dice– pedí mi reincorporación a la universidad. Caritativamente nunca me contestaron. En el fondo, me evitaron el problema de tener que empezar pidiendo licencia”. De paso por Buenos Aires, cuando están a punto de reeditarse sus libros Guerra y finanzas en los orígenes del estado argentino y Una nación para el desierto argentino (Prometeo Libros), Tulio Halperin Donghi –profesor en Berkeley, California– no ha perdido el entusiasmo por gravitar en las batallas políticas y culturales que aquí se libran.

  En esta charla, desmenuza con lucidez los dilemas de la sociedad y la universidad (también la polémica que el año pasado dividió aguas en la UBA, tras la creación de una cátedra paralela a la de Historia Social General que encabeza Luis Alberto Romero). Y recuerda sus comienzos en la carrera de historia, que siguió a una trunca incursión en la química: “Cuando estudiaba química buscaba la utilidad social de lo que hacía, pero no la descubría; en el fondo pensaba en eso porque no tenía ningún interés personal. En cambio, algún interés en la historia debo tener! , porque nunca me pregunté por su utilidad social”.

–En el libro Pensar la Argentina contaba que, de estudiante, no podía esperar nada de la universidad ¿Todavía lo ve así?

–Yo creo que “nada” es una exageración. Allí hablé de lo que recuerdo haber extraído de la universidad, que es algo más que “nada”, pero no mucho.

–¿Había otros espacios que completaban su formación?

–Había en casa una buena biblioteca; y estaba también José Luis Romero, que era amigo de la casa, y que fue desde el comienzo casi mi único referente, aunque no influyó todo lo que habría podido en mi orientación. El desaprobaba que yo quisiera dedicarme a la historia argentina. Su relación con la historia argentina era un poco como la que tienen con la pintura esos “pintores del domingo” que dedican el resto de la semana a una tarea profesional seria: en su caso, la historia medieval.

  Una vez me dijo que querer hacer historia argentina era tener una ambición intelectual muy modesta, y creo que en cierto sentido tenía razón.

–¿Por qué tendría razón?

–Porque si compara a José Ingenieros con Santo Tomás de Aquino descubre que tiene un lugar menos importante en la historia del pensamiento universal. Pero hay otros modos de mirar la historia que hacen que esa diferencia parezca menos importante.

–¿Qué lecturas influyeron sobre su manera de hacer historia?

–En cuanto a historia argentina, mi primer maestro es uno considerado muy malo: Vicente Fidel López, cuya historia leí, como si fuera una novela, en las vacaciones antes de entrar en el colegio secundario. Como en este momento estoy traduciendo al castellano la sección dedicada a la década de 1820 de una historia argentina que escribí en un inglés detestable, se me ocurrió releer los dos tomos que López dedicó al Congreso de 1824. Encontré allí mucho más que un texto divertido. López nos ofrece la memoria interna de la que llamó la burguesía liberal porteña.

  Leyéndolo entendemos mejor las razones del todo comprensibles que tuvo su padre –no sólo él– para derivar hacia el rosismo. Releyéndolo, descubro que de él aprendí más de lo que creía.

–¿Cuándo comenzó a escribir su historia argentina?

–Hace más de diez años, de modo bastante intermitente, mientras hacía otras cosas. Es una empresa problemática; como ocurre con toda historia nacional, hay etapas que interesan menos que otras, y existe el temor de que uno se ocupe de ellas sólo porque no puede saltearlas, pero me molesta más cuando descubro que algunas me interesan demasiado para un proyecto como éste, y quedo con la sensación de que, aunque trato de encararlas lo mejor posible, no hago todo lo necesario.

  Hay otro problema: desde que comencé a escribirla, se ha trabajado mucho en historia en la Argentina; hay cada vez más períodos que se conocen mucho mejor, y están también los más recientes, que sólo ahora se están incorporando al territorio del historiador. Mantenerse al día requiere un esfuerzo constante.

–¿Qué período abarca?

–Desde los primitivos habitantes, hasta la caída de De la Rúa.

–¿Existe una mayor producción historiográfica en la Argentina?

–Desde luego. Hay una profesionalización del trabajo histórico que es una de las cosas más impresionantes que ocurrieron desde que, como se dice, volvió la democracia. Las estructuras que albergaron ese cambio habían sido construidas en parte en dictaduras, aunque entonces habían albergado todavía bastante poco, como suele ocurrir con los inmensos aparatos que a las dictaduras les gusta erigir.

–¿Podría explicarlo mejor?

–Podría dar un ejemplo: los congresos que en aquellos tiempos organizaba la Academia Nacional de la Historia, donde las contribuciones eran de niveles muy variables, a menudo excesivamente elemental. Después fueron las escuelas y los departamentos de historia de las unversidades los que tomaron esa tarea, con un espíritu muy distinto.

–¿Cómo prepara la universidad argentina al futuro historiador?

–No creo que haya una manera única de llegar a historiador, pero si ha de hacer su aprendizaje en una carrera, el marco no puede ser sino la universidad. En la Argentina pasaron dos cosas importantes en los últimos veinte años.

  Por una parte, la creación de una muy sólida escuela de historia en la UBA, gracias a unas pocas figuras, y el surgimiento de centros en las universidades del Interior donde se encara la tarea histórica con una solvencia que faltaba en el pasado. Antes, muchas veces lo que se producía era crónica local. Hoy hay un esfuerzo por imponer cierto control de calidad, tanto más admirable porque afronta resistencias que no afloran en polémicas, sino que usan tácticas insidiosas que las hacen aún más temibles.

–¿Cuál es esa resistencia?

–Es la que puede esperarse en un momento de transición, cuando quienes saben que no satisfacen ese criterio de calidad conservan parte de su poder e influencia.

–¿Se refiere a la polémica por la cátedra paralela de Historia Social General, en la UBA?

–Ese episodio refleja distintos problemas que afectan a la UBA.

  Habría que comenzar con los dieciséis largos años del rectorado de Oscar Shuberoff. Allí se erigió un sistema clientelar apoyado en Franja Morada, que no encontró difícil prosperar durante la etapa en que Menem reorganizó la política argentina, incluso con criterios análogos; por eso mismo no pudo sobrevivir al derrumbe del modelo menemista.

  Ahora, con un clima político mucho más convulso, los distintos movimientos que se disputan el favor de los estudiantes proclamando una vocación revolucionaria más intransigente que la de Franja –sin dejar de acudir a sus mismos métodos de proselitismo y a un estado de subversión retórica que no subvierte nada– han hecho de la descalificación ideológica y política el instrumento al cual recurrir en todos los conflictos. Eso, que pasa en todas partes, tuvo consecuencias más intensas en la carrera de Historia de la UBA, en particular en la cátedra de Historia Social General, por circunstancias específicas, como la creación a pulmón, en una universidad masificada y en crisis, de una escuela de historia de primer orden.

  Esta empresa sólo puede atraer a una minoría de los centenares y luego millares de estudiantes que ingresan. La materia Historia Social General cumple una función esencial: despliega una visión compleja y estructurada del proceso histórico desde la Edad Media y exige del estudiante esfuerzos que no todos ven justificados.

  Eso se refleja en el éxito obtenido por los reclutadores para la cátedra paralela: uno de los argumentos en su favor era que iba a ser menos exigente.

–¿A qué atribuye este conflicto?

–Las motivaciones me parecen menos importantes que las razones que les permitieron hacerlo con éxito: el intento de llevar adelante un proyecto que sus enemigos denuncian como elitista, y no podría no serlo, en una universidad como la UBA. Desde que la universidad pública se organizó según los principios del reformismo, su gran problema es cómo funcionar a la vez con una lógica democrática y una meritocrática.

  Y hay que confesar que sólo lo consiguió en períodos breves. Últimamente parece preocuparse cada vez menos por responder a las exigencias de la segunda de estas lógicas. A la vez, ese conflicto alejó la posibilidad de que aflorara otro que me parece irresoluble: la multiplicación de profesionales que genera una buena universidad y su imposibilidad de “emplearlos”. Beatriz Sarlo recordaba que Ricardo Rojas enseñaba en escuelas se cundarias, y en tiempos apenas más recientes yo tuve como profesores en el secundario a Diego Luis Molinari y Carlos Astrada.

  Hoy, por la degradación de la enseñanza media, los historiadores formados en la universidad, para quienes enseñar en el secundario es casi un destino peor que la muerte, consideran que al formarlos ésta ha asumido el compromiso implícito de encontrarles lugar en sus propias estructuras, lo que es cada vez menos fácil. Eso crea tensiones entre los que lo consiguen y los que no. Y la rígida organización jerárquica de cátedras crea tensiones entre titulares y quienes, siendo sólo algo más jóvenes y contando con curricul muy respetables, ven bloqueada su carrera.

–¿En Berkeley ocurre algo así?

–El género humano es igual en todas partes. Creo que hay una degradación creciente de la profesión del docente universitario.

–Hablemos de su escritura, de cómo escapa a las convenciones académicas: casi sin notas al pie, sin la permanente referencia a otros trabajos académicos.

–Para mí las notas tienen una función precisa: ofrecer al lector medios para controlar la versión que el autor propone. En cuanto a las referencias a otros trabajos, es cierto que tiendo a no poner muchas; porque cuando empecé a trabajar había muchos menos que citar y porque sé que tengo una cierta vena polémica que al menos cuando escribo trato de mantener a rienda corta.

–Usted sentó las bases de muchas hipótesis de la historiografía actual y a la vez rompe con algunos mandatos académicos. ¿Cuán necesarias son las reglas de ultra-especialización?

–Bueno, creo que en esto fui un privilegiado porque entré en un campo en que aun lo básico estaba a medio hacer, y eso imponía exceder el marco de la ultra-especialización, que en efecto me atrae poco. Si se permite la comparación, a mí me tocó participar en la primera etapa de construcción de una casa, luego siguen otras, hasta que se llega a la redecoración de las habitaciones. –Habría que pensar qué es saludable en la profesionalización.

–En la Argentina la profesionalización coincidió con un cambio en la coyuntura mundial que hace muy difícil entender qué está ocurriendo y adónde vamos. La primera consecuencia es que las autodefiniciones desde fuera de la disciplina histórica, que hasta hace muy poco fueron muy fuertes aun para muchos historiadores totalmente profesionalizados, pesan ya mucho menos. Pero creo que eso comienza a cambiar y aparecen alternativas nuevas.

–¿Quiere decir que podrían aparecer identificaciones por fuera del campo profesional?

–Bueno, sí, pero no creo que en la Argentina esos lineamientos recuerden los del pasado. Antes, la desvalorización que promovió el revisionismo de las figuras canonizadas por la llamada historia oficial estaba destinada a reemplazar esas figuras por otras. Por lo que veo, ahora la desvalorización es universal.

–¿Se refiere a los bestsellers de historia, como los de O’ Donnell, Pigna y Lanata?

–Sí, es como un alerta. Se está dispuesto a desenmascarar a cualquiera, a tomar de una manera totalmente acrítica toda clase de causas. ¿Y qué muestra todo esto? Que hay una demolición universal de la historia argentina.

  Desde esa perspectiva, toda la historia argentina es un conjunto de imposturas.

–¿Cómo analiza el éxito de estos libros?

–Ese neorrevisionismo ha captado muy bien el estado de ánimo de una sociedad que ha perdido todas las ilusiones y se guía por la máxima piensa mal y acertarás .

–La historia como una crónica que enhebra lugares comunes.

–Pero son lugares comunes que quizás sean un progreso; por lo menos son muy distintos de los que se cultivaban durante la guerra de Malvinas.

–Pero aquellos lugares comunes venían impuestos.

–Mire, es otra cara de lo mismo.

  La sociedad argentina es escéptica en todo, salvo sobre ella misma: es siempre la víctima inocente de calamidades en las que nunca tuvo nada que ver. Y quien se atreve a dudar de ese dogma es siempre mal recibido.

–¿Mal recibido por quién?

–Por la opinión. Así le ocurrió en 1852 a Vicente Fidel López, cuando trató de defender los acuerdos de San Nicolás en la legislatura porteña, con media ciudad en la calle que lo insultaba. Se le ocurrió gritarles que eran los mismos que habían salido a despedir al ejército rosista cuando fue a combatir a Caseros, y precisamente porque no decía sino la verdad nunca se lo perdonaron.

–¿Cómo influye esta tendencia al best seller histórico en la formación de profesionales?

–Bueno, es un poco el problema de la cultura de masas. Quienes ahora leen estos libros no leían otra cosa; antes no leían nada.

  Recibían la papilla que uno recibía en la escuela y poco más que eso. En cambio ahora existe esto, que creo que es inevitable y que en cierto modo va a ocurrir con toda la cultura académica. El que trate de ser maestro de escuela de ese público no es bienvenido. No hay nada que hacer.

–El revisionismo tuvo una función política importante, ¿Puede tenerla el neorrevisionismo?

–Sólo en un sentido negativo, y sólo podría alcanzar eficacia política si terminara despejando el terreno para alguna ideología contestataria capaz de ofrecer con éxito una alternativa a todo lo que el neorrevisionismo denuncia indiscriminadamente, cosa que no parece estar ocurriendo.

El laberinto argentino

–¿Kirchner es una alternativa política?

–Creo que le habría gustado y le gustaría ser una alternativa. Pero lo perjudica que la recuperación haya terminado, bastante exitosamente pero que haya terminado.

  Es una impresión, pero ayer me encontré en medio de una muchedumbre hirviente de indignación por el paro del subte D. Quizás lo que explica esa reacción es que a ese público se le pasó el miedo a perder el empleo y está redescubriendo todos los motivos de descontento que tenía antes del derrumbe. Era, con todo, un buen signo para Kirchner que en sus maldiciones nadie se acordara de él y todos de Ibarra.

  Pero creo que a esta altura todo el mundo (quizás Kirchner mismo) está convencido de que el único papel al que puede aspirar es al de nuevo jefe nacional del movimiento peronista.

–El universo simbólico al que apela constantemente es el peronismo de los setenta.

–Cuando se recuerda que las muchas decenas de miles de chicos que la Tendencia pudo poner en la calle en 1973 están por entrar o han entrado en la cincuentena, ese retorno al pasado parece menos sorprendente. Para algunos que pasamos ya hace rato la cincuentena y conservamos de esos tiempos una imagen algo más matizada que la de quienes, como los Kirchner, la vivieron a los veinte. La manera que ellos han elegido para dar ese ejemplo puede tener –y tiene– algo de irritante, pero en ese tema, como en otros, los rescatan sus enemigos; en este caso, los que defienden al indefendible Proceso.

–¿Cómo ve hoy la intervención pública de los historiadores?

–Como la de cualquier otro hijo de vecino, pero en este caso existe el peligro de que se atribuyan una lucidez especial, por su conocimiento histórico, lo que le daría una seguridad ilusoria. Esto me trae el recuerdo de Miliukov, gran historiador de Rusia y diputado Cadete en la última Duma zarista, que había creído que en Rusia el futuro pertenecía al liberalismo, hasta que Trostsky respondió a sus protestas ante la disolución de la Constituyente por los bolcheviques haciéndole saber que acababa de caer irrevocablemente en el canasto de los papeles de la historia. Es cierto que el análisis marxista no le resultó más útil a Trotsky, incapaz de adivinar que diez años después iba a caer él mismo en ese canasto, o (lo que quizá le habría dolido más) que al terminar el siglo Rusia tenía de nuevo una Duma.

–Su Historia contemporánea de América Latina tiene dos prólogos:
a la primera edición del 67 y a la segunda, del 88. El primero es optimista y casi combativo. El segundo es la negación del primero desde una postura pesimista, aun podría decirse que conservadora. ¿Cuál sería la mirada del prólogo actual?

–Ya no escribiría un prólogo. En el primer prólogo, y todavía residualmente en el segundo, estaba presenta la idea de que la historia se mueve en una cierta dirección y tiene una meta. Hoy me parece que la historia va a los tumbos por donde puede. Lo más sabio es no hacer pronósticos.

–¿Pero ve una América latina más integrada o no?

–No me parece que por el momento esté más integrada: hay varios proyectos de integraciones parciales en marcha, cada uno con sus problemas; después vendría el problema de cómo compaginarlos.

  No creo tampoco que esté más dominada. Lo que acaba de pasar en la OEA –Fidel Castro apenas exageraba cuando, hace cuarenta años, la llamaba el ministerio de colonias de los Estados Unidos– aunque no es muy importante, es sintomático. Cuando se hizo evidente que la candidatura para presidirla del centroamericano patrocinado por los Estados Unidos había nacido muerta, Washington pasó a apoyar la del canciller de México, hasta que después de varias votaciones en que su candidato no logró quebrar el empate con su colega chileno, terminó apoyando a éste, pese a que todas sus maniobras anteriores habían tratado de evitar su elección. Ese cambio se de be menos a un aumento de vigor latinoamericano que al hecho de que al fin de la bipolaridad de la guerra fría no ha seguido la consolidación de un orden unipolar más dominado que antes de 1991 por EE.UU., sino un sistema mundial mucho más complicado y en continuo flujo, sobre todo desde que los coletazos de la guerra de Irak revel! aron los límites del poderío norteamericano aun en su aspecto militar.

–En algún momento dijo que hacer historia argentina era dar cuenta de un fracaso. ¿Sigue pensando lo mismo?

–Sí, pero creo que si fue un fracaso tan categórico se debió en parte a que no supimos admitir a tiempo que a partir de la gran cri sis de 1929, la etapa en que la Argentina había podido crecer a un ritmo excepcionalmente acelerado –porque lo que tenía que ofrecer al mundo era exactamente lo que el mundo esperaba de ella– se había cerrado irrevocablemente, y que cuando buscaba salidas alternativas no podía esperar volver a obtener los mismos éxitos que le había sido fácil conquistar.

  Eso nunca se aceptó; todos los planes económicos que conocimos se basaron en la noción de que sólo necesitaban alcanzar un éxito inicial, porque éste suscitaría la aparición de mecanismos automáticos que cumplirían lamisma función de los que en el pasado habían asegurado un crecimiento sostenido.

(*) Para Ñ, Revista de Cultura de Clarín.

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